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7/9/08

ADICTOS `ON LINE´



El universo de los videojuegos se amplía. Internet es su penúltima conquista: sólo en WoW hay 10 millones de jugadores registrados. La última: los cinegames, salas para compartir juego en tiempo real. Nos adentramos en el vertiginoso mundo de los juegos on line de la mano de los distintos implicados, para averiguar qué hay de cierto en las sospechas que despiertan.


¿Estás segura de que quieres que te enseñe a jugar al WoW?[/B] Es el mejor juego de la historia: todo el que lo prueba se vicia.» Javier tiene 23 años y un coeficiente intelectual de 130. Es un superdotado, pero no le interesa estudiar. A los 15 empezó a faltar a clase para ir al cibercafé. «Me matricularon en un colegio súper pijo de jesuitas que estaba lejos de casa y mis compañeros eran todos unos capullos. Tenía un amigo que también pasaba de ir a clase y prefería ir al ciber del barrio. Él me enseñó a jugar al Counter Strike. En vez de ir al instituto, comprábamos una tortilla de patatas y nos quedábamos todo el día jugando al Counter sin salir ni a comer.» Javier cree que nunca ha estado enganchado, pero reconoce que ha habido épocas en las que ha jugado durante 24 horas seguidas. «No es una adicción ni nada parecido. Admito que en algunos casos puede llegar a serlo, sobre todo para esa gente que se encierra en casa y no sale en tres días. No te digo que eso no exista, pero yo hace un año dije: `ya me he cansado´ y paré de jugar. Además, es mucho más social de lo que dicen. ¿Por qué va a ser mejor pasar cuatro horas viendo deportes en la tele que jugando al ordenador? El ocio es ocio y puedes hacer con él lo que te dé la gana. El problema es que tú piensas como mi madre, que estoy idiotizado, como si estuviera abducido por el comecocos o por el tetris, jugando yo solo contra el ordenador. Y no tiene nada que ver, a mí eso no me interesa. En el WoW tú estás a la vez con millones de personas de todo el mundo. A muchas las tienes al lado y son tus amigas, a otras las tienes en casa y no las conoces, pero constantemente estás hablando con ellas por el micro o por chat. No estás solo, formas parte de un grupo, de un clan o de una alianza.»

Javier tiene razón al afirmar que, actualmente, el fenómeno del videojuego ha dejado de ser un acto onanista. La palabra clave del negocio on line es comunidad. La fascinación por el videojuego es la misma de siempre, los ojos siguen pegados a la pantalla, atrapados por la imagen digital, pero al otro lado hay otro jugador, como tú, dispuesto a retarte, matarte o acompañarte en la aventura. Tampoco es necesario comprar un soporte físico para poder jugar. Igual que para consultar un e-mail, si quieres entrar en la partida sólo tienes que introducir tu nombre de usuario y contraseña. En Internet es posible encontrar miles de juegos gratuitos, aunque los más sofisticados requieren una suscripción mensual que oscila entre los seis y los 14 euros. Para el sector del videojuego esta forma de recaudación es estratégica porque, según explica el crítico especializado, Jesús Rocamora, «las empresas quieren evitar la piratería y gracias al sistema de beneficios por suscripción, que se basa en la conexión, han conseguido que la rentabilidad no caiga exclusivamente sobre las unidades vendidas. Todavía puedes piratear el software (el código del juego en sí), pero para jugar necesitas `entrar´ en un mundo virtual, lo que se hace mediante una cuota que asegura beneficios constantes».


Para que conozca in situ el teatro de operaciones, Javier me lleva al ciber donde ha pasado gran parte de su adolescencia. Está regentado por chinos y es semiclandestino, una garantía de que el precio es barato y los horarios flexibles. Aquí cobran 10 euros por 20 horas mientras que en un ciber normal la tarifa ronda los tres euros por hora «y a los niños los sablean». Por fuera el negocio no tiene cartel, sólo unas persianas oxidadas y una puerta opaca. Son las dos de la tarde, estamos en agosto y el interior despide un calor pegajoso. Los amigos de Javier están de vacaciones y sólo encontramos a cinco adolescentes y dos niños, todos de origen chino. Quedan casi 40 puestos disponibles, el espacio no tiene ventanas y, aunque en los carteles dice que se prohíbe fumar, el ventilador mueve un aire denso con olor a tabaco que recuerda a las viejas discotecas enmoquetadas. «Fumamos a partir de las 12 de la noche, cuando bajan la persiana. Aquí me he pasado noches enteras.»

Javier se sienta en un puesto libre y abre para mí la página de WoW, la abreviatura con la que se conoce World of Warcraft, el juego de rol multijugador masivo on line (MMORPG) con más seguidores del mundo (10 millones registrados). Javier es un paladín de la Horda, un personaje con propiedades sanadoras en este mundo paralelo de «espada y brujería», que ha conquistado a jóvenes del mundo entero. En el WoW el jugador ha de elegir su personaje entre la Horda y la Alianza (las facciones enfrentadas), seleccionar su raza (elfo nocturno, humano, orco, gnomo...), su profesión y sus armas. Cuantas más habilidades y objetos adquieren, más interesantes serán sus aventuras. El nivel 70, el más alto, es donde se cuece el meollo del juego. Por eso, los que no tienen tiempo o ganas de pasar los niveles más bajos pagan para estar directamente arriba.


Miguel González es estudiante de Derecho, tiene 22 años[/B] y juega al WoW de tres a cinco horas al día. Reconoce que durante los exámenes compró oro virtual (en vez de ganarlo jugando) porque no tenía tiempo y su personaje estaba perdiendo habilidades. Según Miguel, la forma de acceder a los jugadores profesionales es muy sencilla: sólo hay que entrar en e-Bay, el mercado de subastas virtual donde todo se compra y se vende. «Por 20 euros puedes conseguir 2.000 en oro virtual y si quieres un personaje completo de nivel 70, con un buen equipo, te cuesta entre 200 y 300 euros. No es tan caro, pero cuando piensas que estás dando dinero de verdad a cambio de unos y ceros, te das cuenta de que es un poco fuerte.»

Miguel es amigo de Alberto, un militar de 26 años que vive solo y también juega al WoW. «Me conecto todos los días para jugar de 4 la tarde a 12 de la noche, aunque hago parones para ducharme y cenar. Cuando tengo guardias de 24 horas me llevo el ordenador portátil y aprovecho para jugar en las horas tontas, de madrugada.» El personaje de Alberto en el juego es un Warrior, un guerrero. «Lo elegí porque hay pocos y su papel es muy importante en los ataques. Tienes una responsabilidad y, para que lo haga un niñato que no tiene ni idea, mejor lo hago yo, que soy un profesional. Es verdad que soy un adicto al WoW, pero no le hago daño a nadie, es mi único vicio y no me considero un solitario. Lo que más me gusta de este juego es la cantidad de gente que conozco, incluso a chicas.» Y es que no es fácil encontrar a jugadoras del género femenino en los juegos de rol on line. Haberlas hailas, pero suponen menos del 25 por ciento de los usuarios. Ana era una elfa del bosque en el juego EverQuest y confiesa que le costó mucho dejar atrás a su personaje. «Lo he dejado porque ahora voy a la Universidad y estoy viviendo otra etapa, pero lo echo de menos. EverQuest ocupó dos años de mi vida y siento una mezcla de rabia y nostalgia por él. Mientras tu vida es el juego no necesitas nada más: te da todo lo que necesitas. Jugando aprendí muchas cosas, ¡incluso inglés! Pero tras esos dos años de adicción, te das cuenta de que todo lo que has construido en ese tiempo (también los amigos) se puede volatilizar y desaparecer.»


La clave del éxito de un juego como WoW, según el crítico de videojuegos Jesús Rocamora, «tiene mucho que ver con las posibilidades que ofrece al jugador, que no se limita a matar y evitar ser matado, sino que puede profundizar en actividades como la pesca, la cocina y la producción de objetos. WoW no es más que una comunidad de personas, como *******, y su sistema de juego es asequible para cualquiera, porque es un simulacro de vida real, pero en un mundo mitológico».


Más allá de sus virtudes, evidentes para cualquier jugador, el riesgo y el negocio de este tipo de juegos se basa en el hecho de que nunca tienen un final. No se trata de una historia con un principio, un desarrollo y una conclusión: no es aristotélico, sino laberíntico. Los personajes se dedican una y otra vez a acabar con el enemigo en un bucle infinito que les permite subir de nivel, pero cuando llegan a un tope, y el interés empieza a declinar, aparecen nuevas versiones ampliadas y es fácil seguir enganchado. Además, el carácter social de estos mundos persistentes (abiertos y poblados 24 horas al día y 365 días al año) puede provocar la ansiedad en el jugador, que necesita conectarse cuanto antes para seguir participando en ese universo donde siempre ocurre algo.


«A mí nunca me ha causado problemas –dice Javier–. Te puedes pasar dos horas jugando y ser una persona completamente normal.» Pero su madre no está de acuerdo con esa visión de los hechos. «Él no está dispuesto a reconocerlo, pero se convirtió en un zombi obsesionado con el juego», dice con tristeza, sobre los años en que empezó a faltar a clase y no había manera de sacarlo del ciber. «Conseguimos que terminara el bachillerato, pero fue muy duro porque prefería jugar a presentarse a los exámenes. Dejó de dormir, dejó de lavarse, se volvió agresivo… Se alimentaba de coca-cola y de frutos secos. Como es un chico muy inteligente nos manipulaba y tardamos en enterarnos. Al principio, intentamos limitarle, luego prohibirle, pero no sirvió de nada. Desaparecía y teníamos que ir a buscarle al ciber. Decía que el problema era el colegio y lo cambiamos a uno público del barrio, pero también se escapaba. Nos quitaba la tarjeta para pagar las suscripciones y las renovaciones del juego, lo llevamos a psicólogos, pero no sirvió de nada. Hicimos lo que pudimos hasta que cumplió 18 años y quedamos atados de pies y manos.»


Javier también difiere de la versión de su madre, que es una alta funcionaria en un ministerio y prefiere mantenerse en el anonimato. «Es una dramática. No entiende nada, cree que jugar es raro y dramatiza. Conozco a familias enteras donde el padre, la madre y los dos hijos juegan juntos al WoW y no pasa nada. ¿Para qué voy a ir a una psicóloga que me diga lo que ya sé? No es que me importe más el juego que el mundo real, es que es lo mismo, una parte más de este mundo.»


El caso de Javier no es único, y los hay más graves. La psiquiatra Àngels González dirige la Unidad de Juego Patológico del Hospital de Mataró. «Los primeros casos nos llegaron hace ocho años, pero entonces era algo muy esporádico.» Con el tiempo la frecuencia ha ido creciendo. «La mayoría de los pacientes con este problema son chicos de entre 16 y 20 años, inteligentes, pero con dificultades para relacionarse socialmente. Les cuesta demostrar sus emociones, tanto las positivas como las negativas, y tienen tendencia a perder el control de los impulsos cuando los padres tratan de poner limitaciones a su deseo de jugar. Cuando fracasa el tratamiento ambulatorio es conveniente el ingreso hospitalario para poder normalizar la alimentación, que duerma, y hacerle entender que tiene un trastorno. No se trata de prohibirle jugar, sino enseñarle a hacerlo sin que sea un problema.»


Periódicamente llegan desde Asia noticias de jóvenes adictos a estos juegos que mueren en medio de una partida maratoniana. Sin embargo, el doctor Estallo, autor del libro Videojuegos: juicios y prejuicios, considera que el tratamiento de estas noticias peca de alarmismo. La psicóloga Leticia Luque realizó un estudio sobre grupos de adolescentes que juegan en equipo al Counter Strike y The Sims. Llegó a la conclusión de que los adolescentes han pasado de jugar al aire libre a hacerlo frente al ordenador porque la tecnología forma parte de su cultura desde que nacen y les resulta divertida. «No es nada patológico. Al contrario de lo que dice Sherry Turkle, considerada una de las máximas referentes en el tema, no hemos encontrado que los juegos en red mantengan a los adolescentes en estado de fantasía ni les generen sentimientos de omnipotencia. De hecho, favorecen una respuesta más rápida frente a estímulos visuales y auditivos.»


Sin negar que alguien propenso a las adicciones puede engancharse, Jesús Rocamora piensa que la sociedad percibe este problema como más grave de lo que es: «Son herramientas con las que las nuevas generaciones tratan desde que nacen, mientras que los mayores no llegan a entender. Los videojuegos son muchas cosas a la vez: un entretenimiento, un medio de comunicación, un entrenamiento para determinadas capacidades… Eso sí, es conveniente que sea un adulto el que controle el acceso y el tiempo que un niño dedica a los videojuegos. Pero no hay por qué considerarlos perversos. Sólo se trata de un cambio cultural que algunos todavía no han asumido».

de Isabel Navarro

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